lunes, 2 de noviembre de 2015

Para derrotar al coloso (entrada a mi segundo medio siglo)

Hacía años ya me había acostumbrado a ver de lejos aquel mollejón de montaña, allá después del abismo que nos deslumbra cuando subimos de Barinas a Mérida, y me decía o les decía a los demás: "Si yo tuviera 20 años menos, 20 kilos menos y 20 fracturas menos, subiría hasta allá". Es ese majestuoso precipicio en cuyo fondo el turbulento río Santo Domingo se atisba como un vil chorrito, alimentado desde las alturas por unas caídas de agua insólitas, y que lo hace a uno repetir el viejo chiste-comentario: "Si uno se cae por ahí no se muere del vergajazo al caer, sino del hambre".

En la falda de la vertiente izquierda queda la carretera Barinas-Mérida; a la derecha, La Cuchilla (clic para ampliar la foto)

Esa actitud ante lo inmensamente grande, colosal o intimidante, es lo que lo detiene a uno cuando se supone que debería animarlo a echarle piernas, o a tan siquiera intentarlo. Hay un dicho muy gracioso pero también triste y lamentable, por endorracista, que les oí a varios compañeros: "Negro cobarde no empreña catira". Por autodescalificarse así es por lo que uno morirá sin haberle metido nunca a Shakira ni a Beyoncé (ellas no son catiras pero son hembras que uno sabe o cree imposibles de revolcar). Normal.

Pero menos mal que uno anda por ahí agradecido de poder seguir aprendiendo cosas (esto, a pesar de que nos criamos rodeados de mitos acerca de cuándo se pone uno demasiado viejo para seguir asumiéndose ignorante o aprendiz de cosas) y la maestra vida se ha portado bien con uno y cada tantos metros nos para en seco para darnos una clase más. Así que un buen día me encontré viviendo en la Comuna en cuyo territorio se levanta (o se zambulle) el mencionado abismo, y conociendo a gente que vive por allá arriba. Por ejemplo, el señor Jesús Alberto Barrueta. a quien le debo en buena medida el surgimiento, la aparición en mi vida, de esta metáfora o lección.

En una conversa con ese montañés en la comunidad de El Castillo, varios kilómetros más abajo por esa misma carretera, me comencé a enterar de algunas cuestiones, a saber:

  • que esa montaña se llama La Cuchilla.
  • Que allí viven dos docenas de familias, compuestas por campesinos productores de café.
  • Que bordeando ese filo hacia el noroeste (es decir, hacia Mérida) se encuentra una quebrada llamada La Bellaca (no confundir con la quebrada y caserío La Bellaca, a medio camino entre Calderas y Altamira de Cáceres), y que en esa quebrada se desarrolló una rarísima batalla: Ezequiel Zamora obteniendo un triunfo soberbio.
  • Que de esa batalla quedan el testimonio de la memoria de los hombres y mujeres que viven en esas laderas, y más de un objeto alucinante: el viejo Barrueta se encontró hace años una bola de plomo perfecta, que todo el mundo asume que se trata de un cañonazo disparado en aquella batalla, y los vecinos de La Cuchilla la usan como mingo para jugar bolas criollas: esa reliquia histórica formidable se ha convertido en el mingo con más valor patrimonial del puto país.
  • Que para llegar a lo alto de La Cuchilla hay que atravesar dos puentes colgantes y los comuneros están solicitando recursos para construir un tercero, ya que las mulas con frecuencia se resbalan al atravesar la quebrada de Los Orumos, y cuando a esta le da por crecer es imposible movilizar por allí a gente o mercancías.
  • Que la gente de allí ha realizado proezas ejemplares, como por ejemplo haber levantado a músculo y tracción a sangre la estructura que permitió llevar allá arriba la electricidad, hace apenas 7 años (antes las noches se alumbraban con la luna y con lámparas de kerosén o gasoil): fueron 20 postes de 300 kilogramos cada uno, y 16 hombres debieron subirlos uno por uno.
  • Que, en vista de que esa comunidad se ganó hace poco un reconocimiento como la zona con mayor producción de café en todo el estado, los comuneros están pidiendo también los materiales para instalar allí un funicular o teleférico para no seguir bajando la producción de café a lomo de bestia, y para ver si atraen turistas hacia aquellas cascadas y universos de agua mineral.

Aprendí o recordé o me convencí entonces de que, aparte de las condiciones físicas, hacen falta un estímulo, una razón o motivación y medio paquete de voluntad para al menos intentarlo. Y caramba, verifiqué y confirmé que morbo, lujuria y curiosidad quedan en este saco de huesos, músculo y grasa, suficientes como para escuchar esos titulares y salir en busca de esa gente, esas historias y esas noticias.

Llegando al fondo del precipicio: el lecho del río Santo Domingo (clic para ampliar la foto)

En la víspera de mi arribo a mi primer medio siglo de vida me despojé de aquella actitud de derrota en forma de dicho llamativo pero paralizante y vergonzoso (Si tuviera 20 años menos...) me fui hasta el caserío El Celoso (último centro poblado de Barinas, antes de entrar a Mérida), dejé ahí el automóvil del sedentarismo y me lancé por el abismo de mis terrores artificales. Llegué en media hora al fondo del abismo, al primer puente, que cruza el río Santo Domingo (un pozo profundo y cristalino cuyo lecho se ve nítido, seguramente a tres o cuatro metros de la superficie) y comencé a subir. Y a boquear. Y a sudar. Y a recordar que hace 20 años y más solía lanzarme este tipo de caminatas en el Ávila, que no es poca cosa pero no es esta cosa, ni de vaina; y a detenerme para recuperar la respiración y las ganas de continuar; y a pelear con las ganas de devolverme; y a agradecer que no hubiera ningún acompañante burlándose de mis mareos y palideces, de mi lentitud.
Fue una tortura controlada con pequeñas (¡enormes!) recompensas: encontrar quebradas y manantiales de agua limpia, la más limpia que había tomado jamás, para calmar la sed. Atormentarme con un inusual solazo en aquellos parajes casi siempre cubiertos de neblina, pero agradecer al mismo tiempo que no lloviera y que el clima despejado me regalara tanto paisaje sublime. Encontrarme también con montañeses que me animaban con un par de cuentos y mentiras piadosas ("ya va a llegar, compai, le falta como media horita de camino"; media hora antes otros me habían dicho que me faltaban 20 minutos).

La mitad del camino. Al fondo, la carretera nacional Barinas-Mérida: a la derecha, el camino por el que se baja al río (clic para ampliar la foto)

Llegué al filo de La Cuchilla cuatro horas después.
Jesús Alberto Barrueta, quien me esperaba en su casa, en el punto más alto de la travesía, me había asegurado que él cubre ese recorrido a pie en una hora y media, y mucho menos de eso en mula.
Jesús Alberto tiene 65 años de edad.

Jesús Barrueta en su plantación. Al fondo, en el círculo rojo, el lugar donde hay que dejar el carro y echarse  a caminar. Este, desde donde tomé la fotografía, es el punto donde yo me había autocondenado a no llegar jamás (clic para ampliar la foto)

Ah, pero de alguna manera tenía yo que vengarme de Jesús Alberto, esto no se podía quedar así. Estábamos en el cafetal de su familia cuando empecé a fijarme en la fascinación que le producía mi camarita digital. Le pedí que se acercara, le indiqué una plántula de café recién sembrada y le dije: "Mire, necesito una foto de esa matica, y que se vean las matas grandes allá atrás". El viejo no quiso agarrar la cámara: "No compañero, yo nunca he usado estas bichas". Le insistí: "Dele ahí que eso no es tan difícil como parece. Uno a veces no hace las vainas porque cree que no puede, pero sí puede".
Jesús empuñó la cámara, se inclinó cerca de la matica e hizo esta foto:

(clic para ampliar la foto)

Tengo todo mi próximo medio siglo de vida para seguir intentando cosas que son o parecen difíciles: ya conquisté al coloso en forma de montaña con aspecto de bestia inalcanzable.
Sí, un día de estos me animo y salgo a cogerme a Shakira.

Debo instalarme a escribir las noticias e historias recogidas en ese lugar. Esto es apenas el esbozo del cómo y el por qué.







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